En aquel tiempo me podía permitir un buen corte de pelo. No tenía
mucho dinero, pero sí una buena mata de cabello. Vivía en un piso de
alquiler destartalado y oscuro, pero eso no me quitaba el sueño porque
era barato y estaba situado muy cerca de la tienda de discos donde trabajaba, de
ahí que siempre me quedara dormido y llegara tarde.
Comía dos veces por semana en el
restaurante de abajo. El menú de novecientas pesetas incluía dos platos,
bebida y postre. El café se pagaba aparte o se podía sustituir por el
postre (si tenían pudin, no tomaba café). El resto de la semana comía
bocadillos o recalentaba cualquier cosa en la vieja cocina que
pertenecía al propietario del piso que, al igual que él, no me inspiraba
ninguna confianza.
A veces me invitaba a cenar alguna de mis amigas, pero la verdad es
que sólo nos acostábamos y aunque me lo pasaba muy bien, siempre me
quedaba con hambre.
Cuando llegaba Navidad todo era distinto. Ya no veía tan
oscuro el piso. Cada 22 de diciembre me despertaban los niños de San Ildefonso. Sus voces
salían de las televisiones de la tienda de electrodomésticos que estaba
al lado del restaurante donde hacían el mejor pudin del mundo. No sé decir por qué,
pero el sorteo extraordinario de Navidad me producía mucho placer. Me
levantaba contento y llegaba a tiempo a todas partes.
Ese día iba a la
peluquería. Siempre quise invitar a cenar a la peluquera, pero nunca me
atreví. La mujer tendría unos cincuenta años, pero eso no me importaba demasiado y
supongo que a ella tampoco le habrían hecho asco mis diecinueve, eso
nunca lo sabré.
La peluquera extática vertía halagos muy cerca de mi oído mientras
masajeaba mi cabeza. Entretanto, en la radio, unos repartían sueños y
otros tapaban agujeros.
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