La responsabilidad empieza en los sueños

[...] personas que existieron pero jamás conocí más que en el delirio inconstante de mis sueños.
(Los Cuadernos del Hafa - Pablo Cerezal)

I’ll let you be in my dreams if I can be in yours.
(Talkin' World War III Blues - Bob Dylan)

Y a veces pienso que en el mundo real, hay tres bandos,
los unos que viven y otros que lo intentan.
Los terceros... sólo sueñan.
(Los seres únicos - Love Of Lesbian)

Hay tres tipos de comida. Una es la comida que te hace tu madre. Otra es el tipo de comida que se come en los restaurantes. La otra es el tipo de comida que comes en los sueños.
(La chica detective - Kelly Link)

Has vuelto a hablar en sueños otra vez y me gustó...
(Una inquietud persigue mi alma - Iván Ferreiro)







Yo escuchando... Yo leyendo... Yo soñando…



Yo con Scarlett Johansson bailando More Than This.

Es la versión original, pero de fondo, como si brotara de dentro de la cabeza de Scarlett, como si llevara puesta una escafandra, puedo oír la voz reverberada de Bill Murray que canturrea la misma canción. Por un momento creo tener acceso a sus pensamientos, a los de Scarlett quiero decir, recuerdos nipones, paseos por Shibuya y Asakusa, noches de karaoke, de cuando se encontraron Bob y Charlotte, mientras ella y yo ejecutamos un sosegado cheek to cheek abrazados y moviéndonos lentamente. Para nada la bailamos como Bryan Ferry en su videoclip donde más bien parece seguir el ritmo de It’s not unusual de Tom Jones al más puro estilo Carlton Banks.

Scarlett desliza sus fríos dedos por mi nuca al mismo tiempo que sus labios rozan mi oreja y casi en un susurro canta: «It was fun for awhile, there was no way of knowing, like a dream in the night, who can say where we're going…»
Las tres voces entremezcladas, la de Scarlett, la de Murray y la de Ferry, componen un mosaico cacofónico e hipnótico, casi mareante, y me conducen a un profundo sopor:

Yo con Pessoa en un Chevrolet alquilado. Conduce por la carretera de Sintra, por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo, y nos apena haber dejado atrás Lisboa. Le pregunto si estamos en un sueño, aunque conozco la respuesta, he preguntado por preguntar, pero él responde de todos modos: «Un cerebro soñando es el mismo que piensa y los sueños no pueden ser incoherentes porque no pasan de pensamientos como otros cualquiera.» Aprovecho su cita para introducir un anacronismo en forma de CD, el primer álbum de Antonio Carlos Jobim, The Composer of Desafinado, Plays, y rizando el rizo selecciono la pista número 6, Insensatez.
Entramos en una casucha al borde del camino. Deja su sombrero encima de una mesa y, todavía sin prender luz alguna, se dirige a un mueble bar. Me ofrece un vaso y dice que hasta que no entra ese líquido amarillento de sabor potente en su cuerpo él no es “persona”.

En un papel escribe "I know not what tomorrow will bring..." y por primera vez nuestras miradas se cruzan, o más bien me mira por primera vez directamente a los ojos y, apuntándome con la pluma estilográfica, declama: «Yo no sé que depara el mañana…, pero recuerda que tenemos, quienes vivimos, una vida que es vivida y otra vida que es pensada, y la única en que existimos es la que está dividida entre la cierta y la errada».

La bebida que me ha ofrecido es realmente fuerte, demasiado para mí, no estoy acostumbrado a beber alcohol y vuelvo a sentirme mareado, empiezo a sudar y de inmediato llega otra fuga psicogénica:

Yo con Sylvia Plath besándonos como se besa por primera vez. Me suplica que la lleve en mi nave hasta la habitación de Emily Dickinson. Viven relativamente cerca la una de la otra, a unas noventa y cinco millas, dos horas en coche más o menos, «y ciento trece años» me recuerda Sylvia mientras me aprieta las nalgas y, sí, por qué no admitirlo, me pone a mil.
En la nave se puede oír de fondo a Lou Reed cantando This Magic Moment -¡ay si nos viera David Lynch!- e inevitablemente empiezo a pensar en Manuel Vilas y sus conversaciones con Dios.

El viaje de Boston a Amherst ha durado cinco minutos, es lo que tienen las máquinas del tiempo, entre “tímidas y Tombuctú”.
¿Señor Vonnegut? ¿Está usted ahí? «Debes hablar de lo que conoces ¿Cuántas veces me lo habrás leído decir?»

Cuando llegamos, Emily y Carlo (su perro), nos reciben en su jardín. En una mesa hay un par de bandejas con las especialidades culinarias de Emily: pudin, dulces y el famoso pan redondo de centeno con el que ganó el segundo premio en la feria del ganado de Amherst en 1856. Todo sabe delicioso y su padre, que ha venido a saludarnos y durante todo el tiempo que pasa con nosotros no le quita el ojo de encima a Sylvia, nos confiesa que no come otro pan desde que probó el que cocina Emily.

Nos despedimos de él y nos encerramos los tres en una habitación. De momento no atisbo ni el menor detalle que evidencie que estamos ante una gran escritora. En la estancia no habrá más de cinco libros y no veo papeles ni plumas ni nada que pudiera hacer pensar que ahí se han escrito más de mil ochocientos poemas. El decoro no me permite decir cuál de ellas desnuda a la otra ni que entre las dos me desnudan a mí, pero ¡uy! ya lo he dicho.

Alguien llama a la puerta pero entra sin esperar respuesta. Es Paul Auster en persona que calzado con mocasines azul eléctricos disipa mi erección como el viento las nubes. Menuda ironía, se ha calzado así para sorprender a Emily, pero ella ni caso (sólo tiene ojos para Plath igual que el padre de Emily, el señor Edward Dickinson, hace un momento). Auster no se corta, no parece haberle importado lo más mínimo que Emily no se fije en él ni haberse topado con dos mujeres y un hombre desnudos en plena faena, es más, observa los espacios blancos, se sienta cómodamente en una butaca que hay en un rincón y empieza a recitar: «Algo sucede y, desde el instante en que comienza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo. Algo sucede. O bien, algo no sucede. Un cuerpo se mueve. O bien, no se mueve. Y si se mueve, algo comienza a suceder. Y aun si no se mueve, algo comienza a suceder.»
Qué oportuno, ahora sí ha conseguido captar la atención de Emily y, efectivamente, algo sucede, recogemos todos nuestra ropa resignados, nos vestimos y damos por acabada la orgía.

Emily le responde a Auster con uno de sus poemas: «Algunos dicen / la palabra muere al ser dicha. / Yo digo que empieza a vivir ese día.»
Mientras ellos se susurran, Sylvia y yo nos pillamos una depre del copón. Paul le pregunta si le gustan sus mocasines, que los ha comprado expresamente por su poema, el 1593. Emily, sorprendida ante tamaña intrusión en su aún inédita obra, argumenta que no ha escrito poema alguno en el que aparezcan zapatos eléctricos, que no comprende cómo pueden aparecer esos zapatos en nada que haya podido escribir ella si no ha visto a nadie calzado con ellos jamás. Que quizás lo escriba ahora, o mejor cuando todos nos larguemos de su habitación.

Deja de engañar, no quieras ocultar que has pasado sin tropezar, monstruo de papel, no sé contra quién voy ¿o es que acaso hay alguien más aquí? Vaya pesadilla, corriendo, con una bestia detrás, dime que es mentira todo, un sueño tonto y no más, me da miedo la inmensidad donde nadie oye mi voz…

Después de la lucha de gigantes Auster le recita el poema 1593 y, cuando llega a la parte del mocasín eléctrico, la muchacha le interrumpe para explicar que seguramente se refiere a una serpiente de agua muy venenosa, water moccasin snake, de la misma familia que la cascabel y la víbora cobriza. Paul ruborizado empieza a comprender que ha hecho un ridículo espantoso, pero además recuerda que escribió una carta a su amigo John Maxwell Coetzee en la que le contaba que no lograba entender que apareciera un mocasín eléctrico en un poema tan antiguo. Auster parece abatido, como si le hubiesen dado la peor noticia que uno puede esperar. Sus enormes ojos, tan brillantes hace un momento mientras observaba a Emily, se han transformado en algo horrible, de alguna manera parecen diabólicos, y ahora sus ojeras son más acentuadas, como si no hubiera dormido en días. Me pregunta quién soy, qué hago ahí y cómo he llegado y, lo que es aún más importante, quiere saber lo mismo sobre él. Pero le ha bastado mirar hacia mis manos para comprenderlo todo de golpe y renuncia a hacer más preguntas. Así que me pide un favor, un sólo favor, que le lleve al país de las últimas cosas. Necesita aclarar sus ideas aunque eso sea lo último que haga en su vida. 

«Una inquietud persigue mi alma», la canción de Iván Ferreiro, suena de fondo, y cuando llega a la parte que dice «si no recibes esta grabación es que me perdí» pensamos en Anna Blume.
La habitación se oscurece y todo gira a nuestro alrededor. Auster y yo, uno frente al otro. Oímos una voz de mujer que se aproxima: «Fred? Fred, Where are you?» 

Hemos entrado en el sueño de Fred Madison ¿Renee preguntando por Fred? debemos salir de ahí cuanto antes si apreciamos nuestras extremidades.
Aunque si lo pienso bien ¿no será este el país de las últimas cosas? A nuestro alrededor lo que hace un momento estaba ya no está, miramos al suelo y vemos el pasaporte de un hombre llamado Quinn. «Cierras los ojos un momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.»