Olor a madera vieja y libros nuevos

Los tablones del suelo de la librería crujen bajo mis pies mientras avanzo hasta llegar a la sección de novedades. De entre todas las cubiertas hay una que capta mi atención; en ella aparece dibujado un barco que navega en alta mar.
El sonido que emite la madera a cada pisada de los clientes mientras caminamos en silencio, me invita a construir una banda sonora para esa novela. El ejercicio consiste en cerrar los ojos y evocar el graznido de una gaviota o los chillidos de un albatros, el ulular del viento y las olas rompiendo en la quilla. Ahora, en lugar de ratones de biblioteca, somos marineros que perezosamente contemplamos el mar desde un navío del siglo XIX. Abro de nuevo los ojos, alcanzo la novela y empiezo a pasar las páginas distraídamente. Pero estar aquí rodeado de miles de libros, entre aromas que mezclan lo nuevo y lo viejo -algo mohoso, al que sólo le faltaría añadir un punto avinagrado- y esa novela, sobre todo esa novela, me llevan a otro lugar en calmada transición…

La última vez que vi a P.J. andaba arrastrando los pies, se detenía en todos los cubos de basura y revolvía en su interior. Empujaba un carrito de supermercado repleto de cartones y mantas sucias. Era un vagabundo más, algo corriente en estos tiempos.
Yo conducía la furgoneta del trabajo y ya iba retrasado con el reparto. De todas formas tampoco podía detenerme allí, la calle era de un sólo carril y hubiese detenido el tráfico.
Aminoré la marcha cuando llegué a su lado, pero en ese momento P.J. estaba totalmente entregado a la tarea de conseguir algunas monedas de una cabina de teléfonos. La estaba emprendiendo a golpes con ella usando una violencia impropia en él.
De ese episodio ya han pasado unos cuatro años y trece desde nuestra última conversación. No había vuelto a pensar en P.J. desde entonces.

Le conocí en la época que yo atendía en una vieja bodega del centro en la que sólo se vendía vino a granel. Ataviado con un delantal de color verde me pasaba el día entero leyendo novelas detrás del mostrador. Mi sueldo dependía de unos pocos clientes y de siete barriles de distintos vinos y licores. Era mi primera faena, la primera de una larga lista de trabajos mal pagados que siempre he aceptado porque, por encima de todo, me han permitido leer.
Aquel verano terminé mi caja de los libros pendientes y gané suficiente dinero para volverla a llenar y poder afrontar el invierno bien abastecido de clásicos. Eran títulos universales que hacían de mi momento de lectura una parte crucial de la jornada; una especie de cosquillas intelectuales, un cariño para la mente, una sensación casi erótica, una dosis de disfrute mental inconfundible. Sentía que recorría distancias, me empapaba de humanidad. Veía con más claridad.
Todas las mañanas, sin excepción, P.J. entraba con una garrafa de cristal que llenaba del vino tinto más barato, pagaba y se iba. Era un hombre pulcro, siempre bien afeitado, de unos treinta años, solitario y que siempre vestía de gris. No abría la boca mas que para dar los buenos días cuando llegaba y las gracias cuando le devolvía el cambio.
Es curioso, no recuerdo muchas de las conversaciones que mantuvimos, pero sí cuál fue la primera frase que me dijo. La recuerdo bien porque tiene que ver con mi novela favorita de aventuras.
P.J. señaló el libro que sostenía en mi mano izquierda mientras le estaba cobrando y después de preguntarme si me estaba gustando, me dijo que él estaba traduciendo otra obra del mismo autor.
Una editorial le había encargado la traducción de algunos relatos hasta entonces inéditos en nuestro país. Luego me prometió que me regalaría un ejemplar si a cambio yo le hacía algún descuento.
Al principio no le creí. Que estuviera traduciendo a un escritor tan importante -quizá el más grande de los novelistas norteamericanos de la historia- y que precisamente yo estuviera leyendo una de sus obras en ese momento, me parecía una casualidad algo forzada. Pero resultó ser todo cierto.
Pocos meses después, un día lluvioso del mes de abril, P.J. se acercó con un ejemplar que le acababa de llegar de la editorial y me lo regaló dibujando una sonrisa en su rostro. Se sentía orgulloso y tenía razones para estarlo. Era una edición muy bonita, olía bien -siempre huelo los libros- y el diseño de la cubierta era un detalle de “El jardín de las delicias” de El Bosco. Leí el título, el nombre del autor y del traductor, y ahí estaba P.J., y yo tenía el privilegio de tenerle justo a mi lado, de conocerle en persona.

Habíamos conversado mucho, aunque sólo a razón de unos diez minutos diarios y siempre sobre lo mismo: Chesterton, Melville, Dickens, Mark Twain... en fin, clásicos de la literatura. Aunque también hablamos de jazz. Sí, la música también le gustaba. Decía que para él era necesaria. Si quería escribir y concentrarse, era imprescindible poner discos de Miles Davis, McCoy Tyner, Grant Green o cualquiera de los muchos en los que Elvin Jones, su baterista favorito, apareciese en los créditos. A Love Supreme de John Coltrane me lo citó tantas veces, que terminé por rendirme e ir a una tienda de discos a encargarlo. Ahora es uno de los álbumes que más suena en mi equipo de música. Supongo que es un disco fundamental para cualquier amante del jazz.
John Coltrane murió muy joven, sólo tenía cuarenta años cuando un cáncer, a consecuencia del abuso del alcohol, acabó con él.
A pesar de que P.J. me contó esa parte de la vida de Coltrane, nunca me había hablado de sus problemas con el alcohol. Nunca hablamos de eso, ni de su familia ni de la mía ni nada relacionado con nuestras vidas. Sólo literatura y jazz mientras fumábamos un cigarrillo tras otro de mis cajetillas de Winston.
Ese día, el que me regaló el libro, después de quitarse el chubasquero y una vez se hubo secado las gotas de lluvia de sus gafas, me miró de forma distinta y me dijo que se iba por un tiempo, que necesitaba alejarse y dejar algunas cosas atrás. Me aseguró que estaría bien, iba a cuidar de él un viejo amigo de la infancia al que también le gustaba mucho la literatura. Le gustaba tanto Julio Cortázar que había bautizado con el título de uno de sus relatos la Casa Rural en la que vivían él y los niños errantes. El amigo se llamaba Julián y llamaba “niños errantes” a todos los que pasaban temporadas en La Casa Tomada.
Esa fue su primera y única confesión, y ya no volví a verle de nuevo hasta aquel fatídico día en el que luchaba por unas monedas contra una cabina.

Reprimiendo una enorme alegría, casi con lágrimas en los ojos, me acerco a la cajera con la novela entre mis manos. ¿Hacen descuento con la tarjeta de la biblioteca?
Entre olores a madera vieja y libros nuevos, hoy vuelvo a saber de él. En la cubierta del libro hay dibujado un barco ballenero y, en la tercera página como traductor y prologuista, aparece el nombre de P.J.
Esta vez no puedo esperar a que me lo regale.

Este relato está basado en hechos reales alterando pequeños detalles. Quiero dar las gracias a Karo por permitirme que le "sampleara" uno de sus posts del blog Libro_génica y por leer el borrador y darme su opinión.
Gracias también a Xivi por corregir partes del texto y a todos los que prestaron sus oídos en La Jam Literaria del 18/09/2011.

Stevie Ray Vaughan, apéndice

Hace pocos días escribí a propósito del aniversario de la muerte de Stevie Ray Vaughan: ¿Adivinan qué suena en casa? The House is rockin', en otra ocasión le dediqué un discos revisitados: #5. Discos Revisitados / Stevie Ray Vaughan and Double Trouble "In Step". A veces hablo de él aunque no venga muy a cuento o precisamente porque es un cuento: Carta a Dylan en su 70 aniversario.
Hoy he encontrado el complemento perfecto a estos breves posts. Se trata de un especial del programa La Madeja que se emite en Radio 3 dedicado al músico texano.
La Madeja es un programa donde se dan a conocer a los grandes de la música, lugares clave de determinados géneros y reflexiones sobre acontecimientos musicales. ¡A disfrutar!


Billie Holiday, Lady sings the blues

Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres.
Así de contundente, sincera y directa es la primera frase que encontramos en las memorias de Billie Holiday que escribió en 1956 con la ayuda de su amigo y pianista William Dufty.
Su nombre real era Eleanora Fagan y se lo cambió por dos razones, le parecía demasiado largo y estaba loca por la actriz Billie Dove.
Su vida fue llevada al cine en 1972 basándose en estas memorias. La encargada de dar vida a Lady Day fue Diana Ross que obtuvo por ese papel una nominación al Oscar como mejor actriz. El título original de la película es el mismo que el del libro Lady Sings The Blues, pero en España se tituló El ocaso de una estrella.
La lectura de sus memorias te golpea en lo más hondo y te imprime algo que jamás lo borrará nada. Algo que será inevitable sentir de nuevo cuando escuches sus canciones.
Para empezar un intento de violación a los diez años (ella habla de intento pero se intuye o se lee entre líneas que sí hubo tal violación). En los años que le tocó vivir, ser mujer y además negra sólo atraía un sinfín de problemas. Por un tiempo estuvo a cargo de su prima Ida que la maltrataba a todas horas con cualquier excusa. Más tarde fueron las autoridades y su abuso de poder los que, hasta el día de su muerte, la quisieron doblegar.
Pero estamos delante de una mujer fuerte, valiente y muy inteligente. Sólo tenía diez años y ya trabajaba limpiando en distintas casas. Fue en una de ellas, en un burdel, donde escuchó por primera vez discos de jazz:
Supongo que no soy la única que oyó buen jazz por primera vez en un burdel. Pero nunca intenté sacarle partido. Si hubiese oído a Louis Armstrong y a Bessie Smith en una reunión de niñas exploradoras, me habría gustado lo mismo. Pero muchos blancos oyeron por primera vez jazz en casas como la de Alice Dean y contribuyeron a etiquetarlo como "música de burdel".
Billie Holiday tuvo una vida corta pero muy intensa. A pesar de todos sus problemas de drogadicción, la etapa de prostituta, las estancias en la cárcel y demás, escribió estas memorias tres años antes de morir con una estoicidad envidiable. Uno quiere escuchar su voz mientras lee sus idas y venidas. Y también quiere escuchar a Benny Goodman, Louis Armstrong, Count Basie y sobre todo a Lester Young entre muchos otros músicos que van apareciendo a lo largo de estas 224 páginas.
Hay anécdotas geniales de conciertos, encuentros con grandes figuras de la época: actores, directores, músicos... Acontecimientos curiosos con Orson Welles, Sarah Vaughan, Peggy Lee... El encuentro con Clark Gable merece un relato que bien podría escribir/reinventar Enrique Vila-Matas. También cuenta cómo eran las grabaciones, que muchos músicos no sabían leer partituras y de cómo improvisaban y, que aun y así, de todo ello surgían sesiones memorables. Habla de las discográficas y de cómo ya entonces, desde los años treinta, éstas se enriquecían a costa de los músicos. Desde 1933 hasta 1944 grabó más de doscientos cortes, pero no vio ni un dólar de royalties. Fue a partir de entonces -cuando grabó con otras discográficas- que empezó a ganar dinero en concepto de derechos de autor.
La relación con su madre da para otro libro de más de doscientas páginas. Desde que la trajo al mundo, con sólo trece años, Sadie Fagan fue vital para Billie. Sí, tuvieron alguna pelea, una de ellas por culpa del dinero fue de la que surgió la letra God Bless The Child. Pero también fue ella quien le quito de encima el hombre que la estaba intentando violar. No dudaba en cocinar para todos los músicos que pasaban por su casa su famoso pollo frito y a cualquier hora. Compartieron un tiempo vivienda ellas dos y Lester Young. Y cuando murió, con tan sólo 38 años, Billie se sintió responsable porque desde que su madre supo de su adicción a las drogas ya nunca fue la misma.
Pero este es, sobre todo, un libro de canciones. Cada capítulo lleva por título el de una canción. Podemos conocer cómo surgieron canciones como Lover man, Some other spring o Strange fruit (la canción que la llevó a la fama mundial y una de las más importantes que se han escrito nunca contra el racismo y de la que ella decía: “Esta canción consigue que la gente que está en orden se separe de los cretinos y los idiotas”).
Me han dicho que nadie canta la palabra "hambre" como yo. Ni la palabra "amor". Tal vez yo recuerde lo que quieren decir esas palabras. Ni todos los Cadillac y visones del mundo -y he tenido unos cuantos- pueden lograr que las olvide.

Boss nos aporta un enlace a una reseña de otra biografía que puede ser el complemento perfecto a las memorias escritas por Billie Holiday: Con Billie Holiday