Oda a Dyango (Un cuento basado en hechos reales)

Aquel día, como sucedía todos los jueves, entró en la tienda a las diez y media. Como de costumbre llevaba el cesto de la compra en el brazo y hablaba sola mientras recorría señalando con el dedo índice las carátulas de los discos. Se detuvo cuando vio el nuevo álbum de Dyango. Lo cogió, lo apretó contra su pecho -cerca del corazón-, cerró los ojos y como si estuviera rezando se quedó quieta en mitad del local unos diez minutos. Cuando salió del trance, metió su mano en el bolso y después de rebuscar durante unos segundos sacó una libreta y un bolígrafo. Yo ya me había acostumbrado a ese ritual y para mí era el proceso natural, así que ya sabía cuál iba a ser el siguiente paso; escribir un poema.
Dejó el disco en su lugar, y después de desandar el camino murmurando algo ininteligible salió de la tienda para sentarse en la escalera de la entrada, justo al lado del escaparate donde precisamente se anunciaba, con un montaje encargado por la discográfica y hecho a base de pósters y poliestireno expandido (corcho blanco, vaya), el disco de Dyango que hacía unos minutos ella había tenido entre sus manos. Así que los siguientes instantes los pasó hablando sola y escribiendo poemas a su cantante favorito.
Nunca supe su nombre y sólo intercambiamos un tímido saludo alguna vez durante el tiempo que nos estuvo visitando. Era una mujer de mediana edad. Tenía la cara redonda y siempre llevaba el cabello canoso recogido en un moño. Como tenía los ojos algo achinados y los dientes frontales superiores le sobresalían de la boca, su aspecto tenía un aire oriental algo cómico a lo Mickey Rooney en Desayuno con diamantes y esa idea que venía a mi mente cada vez que la veía siempre me hacía sonreír. Su vestimenta iba variando de color pero siempre consistía en una especie de bata con estampados. No sabía nada de ella. Todo me lo imaginaba y de tanto elucubrar que vivía en algún centro para gente mayor o para gente con alguna discapacidad y que era los jueves cuando le daban el día libre, acabé por creer que esa era la verdad.
A mí no me molestaba en absoluto que entrara en la tienda ya que de alguna forma me sentía identificado con ella. Yo mismo antes de trabajar allí me pasaba horas en una tienda de discos un par de días a la semana y casi siempre salía sin comprar nada. Supongo que el dependiente de aquella tienda también debía albergar en su interior, como yo con nuestra amiga, la idea de que mi presencia allí no era molesta e imaginé que él habría vivído una situación similar en otro lugar.

Pasaron unos minutos desde que ella había salido cuando entró una señora que mientras empujaba la puerta de cristal e iba accediendo al local no dejó de observarla. Nuestra amiga estaba totalmente enfrascada escribiendo su particular oda a Dyango y seguramente estaría hablando sola de nuevo. La mujer que acababa de entrar la seguía mirando cuando se situó justo delante de mí y sin apartar la vista dijo:

-Pobre mujer, hay qué ver. De verdad. Cada vez hay más locos fuera que dentro.

Lo dijo sin ninguna maldad pero me sentó como si alguien me hubiese dado un puñetazo en la boca del estómago. ¿Quién era ella para hablar así de alguien a quien seguramente veía por primera vez? Quizás tenía razón en afirmar que estaba un poco loca, pero ¿quién no lo está? y además ¿qué había de malo en lo que estaba haciendo? ¿desde cuando escribir poesía es de locos? La moraleja es que la siguiente frase de la mujer puso las cosas en su sitio y el malestar que sentía en mi cuerpo quedó totalmente aniquilado. En realidad la conversación fue como sigue:

-Pobre mujer, hay qué ver. De verdad. Cada vez hay más locos fuera que dentro. En fin, yo venía para comprar un casco de moto. ¿son muy caros?
-No señora, lo siento. No vendemos cascos, pero le puedo ofrecer unos auriculares muy buenos...

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