Quedaban dos días para entregar el relato y sólo había conseguido escribir borradores. Esos pequeños papeles contenían algunas ideas que se le ocurrían de noche, en la cama, poco antes de que el sueño le venciera.
Ya había pasado más de un mes desde que a Clifford le encargaron que escribiera un cuento de Navidad para una revista donde hasta entonces lo único que había hecho eran críticas de libros, de discos o de alguna película de estreno. Aunque en un principio creyó que podría hacerlo, no tardó mucho en darse cuenta de que se había precipitado al aceptar aquel trabajo. Sólo una cosa le empujó a hacerlo: el dinero.
Y es que, aunque no fuese una gran suma, la paga le ayudaría a solventar algunas reparaciones que debía efectuar en su apartamento. Siempre sucedía lo mismo. Antes de dormirse creía tener las mejores historias en su poder, pero para cuando eso ocurría no tenía la suficiente fuerza de voluntad para incorporarse y ponerse a escribir. Además disfrutaba tanto de las aventuras que se desarrollaban en su cabeza que no veía el momento de interrumpirlas. Así que retomaba la narración al día siguiente cuando se despertaba. Pero entonces apenas recordaba algo y sólo escribía una pequeña parte de la monumental fantasía que había creado durante el duermevela. Había bolas de papel por toda la casa y de vez en cuando, Clifford cogía una al azar, la alisaba y leía lo poco que había logrado recordar de alguna de esas noches. Pequeños fragmentos. Los llevaba escribiendo desde el mismo día que salió de la editorial con un anticipo en el bolsillo.
A pesar de que sólo tiene nueve años recibe menos cariño que un escorpión. Su padre se fue de casa cuando él apenas tenía cinco años y ya no recuerda su rostro. Su madre murió poco tiempo después y desde entonces vive con su tía, la hermana de su padre, una mujer obsesionada con el orden y de muy malas pulgas a la que la vida no ha tratado nada bien y que finalmente ha logrado agriar su carácter. Su refugio es el sillón orejero que su tía sólo utiliza unos diez minutos al día, el poco tiempo que se permite un descanso y una pequeña cabezadita. Cuando ella lo deja libre él se zambulle en los libros de aventuras que le presta la biblioteca. Con la paga semanal compra cómics y la entrada de la doble sesión de cine de los domingos. Ha visto todo tipo de películas, pero sus preferidas son las de extraterrestres y las de piratas. Por suerte para él, vive en una década en la que los productores cinematográficos son prolíficos en esos dos géneros.Los miércoles, su tía le obliga a asistir a Catequesis. Los viernes le ha apuntado a fútbol, pero a él no le gusta en absoluto ese deporte. El resto de la semana, cuando sale de la escuela, va a la única juguetería del pueblo. Al principio se había conformado con mirar los escaparates. Más adelante se atrevió a entrar hasta el mostrador y coger algún catálogo. Ahora ya hay confianza así que los días en los que visita la tienda se pasa una hora inspeccionando todas las estanterías con total libertad de movimientos y sin temor a que le llamen la atención. Una vez en casa fantasea con todos los juguetes que jamás tendrá. Cuando llega la noche se esconde debajo de las sábanas con la linterna encendida y recorta de los folletos los anuncios que más le gustan. Luego los guarda en una carpeta que él mismo ha forrado con fotos de la película Superman y cuando termina esa tarea, lee algunas páginas de cualquier libro hasta que se le cierran los ojos o hasta que se agotan las pilas de la linterna.
Una vez lo leía, lo arrugaba de nuevo, y lo lanzaba al montón de pelotas de papel que ya ocupaba casi todo su salón.
Clifford empezaba a desesperarse. Se lamentaba de desaprovechar todo el día sin escribir nada. Horas y horas estrujándose los sesos delante de una hoja en blanco o delante de alguno de los fragmentos como el que acababa de leer y que se veía incapaz de desarrollar, de darle continuación. Si hubiese podido memorizar tan sólo una de entre las miles de historias que inventaba antes de dormirse ya estaría dedicándose a otra cosa.
Sin embargo ahí estaba, sin inspiración. Sin ninguna idea.
Llevaba varios días sin salir de casa y deseaba con todas sus fuerzas escribir aunque sólo fuesen cuatro líneas. Se estaba obsesionando y las consecuencias empezaban a reflejarse en su cuerpo. Había perdido peso, tenía ojeras y empezaba a oler muy mal. Se pasaba horas con la mirada perdida, no se afeitaba, no se aseaba.
-Barba de quince días, no me levantaría, desorden en campaña, ahora sé que me engaña...- cantaba en las pocas idas y venidas al cuarto de baño cuando se miraba en el espejo, destrozando una y otra vez la canción de El último de la fila. Aunque también le daba por cantar alguna de Sabina, y a éste lo imitaba con más acierto;
-A ti te estoy hablando, a ti, que nunca sigues mis consejos, a ti te estoy gritando, a ti, que estás metido en mi pellejo, a ti que estas llorando ahí, al otro lado del espejo...
Ahora, mientras estaba palplantado delante del espejo preguntándose cómo podía ser posible tanta ofuscación por un simple relato, le pareció ver una silueta detrás de él. Cuando se dio la vuelta no encontró a nadie, pero tenia la sensación de que allí había alguien observando sus movimientos. Estaba oscureciendo y cualquier sombra del salón parecía ser otra cosa. Escudriñó de nuevo y todavía más a fondo toda la sala de estar antes de encender la luz. Pensó que lo más probable era que todo estaba en su cabeza. Hacía días que no dormía bien, no comía y todo eso acaba pasando factura. Era paradójico, su cerebro desarrollando historias a su antojo, por su lado, sin dejar que él participase en ellas cuando era lo único que en verdad le pedía al órgano en cuestión.
Un día llega a su casa con un pequeño muñeco de trapo, un chimpancé, escondido en su anorak. Nervioso entra sin decir nada y se dirige a su habitación deprisa para esconderlo en el armario, entre su ropa. Aún no comprende por qué ha hecho algo así y aunque siente remordimientos porque sabe que eso no está bien, al mismo tiempo crece en su interior una fuerte excitación. Ahora que tiene un secreto se atreve a llevar más lejos su pequeña revolución. Una noche se aprovisiona de chocolatinas, coge también su linterna y un libro de Los Hollister y sale de casa sin hacer ni pizca de ruido mientras los ronquidos de su tía mantienen su habitual ritmo regular. No tiene reloj. No hasta que haga la primera comunión. Entonces le regalarán uno digital y sumergible de la marca Casio, pero él aún no lo sabe. Todavía no ha necesitado consultar nunca la hora. Por las mañanas le despierta su tía para ir al colegio y siempre llega puntual. La hora de salida del colegio la marca el timbre; sabe que el primero, una vez ha empezado la clase, anuncia el recreo. El segundo, a las 12, es para volver a casa. Cuando termina de comer lee alguno de sus cómics y la hora de regresar al colegio la sabe porque coincide con el momento en que cesan los ruidos de platos, vasos y demás utensilios que llegan de la cocina. A las cinco es de nuevo el timbre quien lo devuelve a la calle. Así que tener o no tener reloj para un niño de nueve años es irrelevante. No podemos saber qué hora es y lo único que él sabe con certeza es que es noche cerrada y que se ha atrevido a salir a la calle solo. La hora, sea la que sea, para él tiene la misma importancia que la trayectoria de Arconada.
Se miró otra vez en el espejo y, ahora, con toda la sala iluminada, Clifford se quedó inmóvil y maravillado contemplando un espectáculo increíble. Los papeles arrugados ya no eran simples bolas de papel formando una montaña. Ahora en cambio todo el suelo estaba ocupado por folios. Eran sus cuentos inacabados, sin una sola arruga, limpios y ordenados. Alguien se había dedicado a hacer todo su trabajo. El orden que seguían los folios no lo podía saber. Sólo era un reflejo en el espejo. Cuando miraba atrás volvía a la dura realidad. Encontraba una casa desordenada con una iluminación siniestra, las paredes empapeladas con un pésimo gusto. En el otro salón, el que podía ver reflejado en el espejo, por el contrario, todo estaba perfecto, las paredes pintadas de color vainilla y una luz cálida y reparadora reinaba su hogar. Incluso creyó oler en el aire aroma a incienso.
Tal vez todos aquellos fragmentos unidos podrían dejar de ser simples porciones y convertirse en un gran pastel. ¿Sería ese el mensaje oculto? ¿Debía poner orden a todos los fragmentos? ¿Hallaría allí el cuento definitivo, el cuento que publicaría y le solucionaría sus problemas? Tal vez lo que realmente ocurría era que Clifford se estaba volviendo loco. Entonces recordó varios relatos que alguien le había contado alguna vez o, que tal vez, había leído en algún lugar. Esas historias eran sobre escritores que habían perdido la cordura y todas ellas tenían en común el proceso de escritura de un relato y, al final, la demencia de todos sus protagonistas. Una hablaba de un pobre tipo que desesperado por el hambre acabó comiéndose sus propios manuscritos. También estaba la del escritor que a medida que iba escribiendo se veía obligado a ir quemando todas las hojas; se le había agotado la leña y debía luchar contra el frío. Había otra parecida en la que el escritor también debido al frío, quemaba su relato y todo lo que había a su alrededor desaparecía como si formase parte del mismo a medida que arrojaba hojas al fuego; cuadros de las paredes, muebles e incluso seres queridos y, era entonces, cuando creía comprender y empezaba a escribir compulsivamente creyendo que así recuperaría lo perdido y escribió de nuevo su propia vida, diseñándola a su gusto y a medida. Éste último fue feliz en su mundo, pero obviamente estaba como un cencerro. Estaba totalmente ensimismado en esos pensamientos cuando le sorprendió una visita inesperada.
A lo que sí le presta atención es a todas las sombras, incluida la suya y al hombre que está en la luna. Piensa a menudo en esa cara y, si al igual que él, los demás también la ven. El silencio sólo es interrumpido por el sonido del motor de algún coche cuando pasa a lo lejos, en la carretera. Ni siquiera sus pasitos se oyen y es cuando se da cuenta de que no se ha puesto los zapatos, de que ha salido con las zapatillas que le regaló su abuela, las de ir por casa. Si su tía lo viera ahora mismo le molería a palos el trasero. Hace mucho frío y empieza a lamentar su travesura. Ha llevado las cosas demasiado lejos y ha salido precipitadamente de casa, sin haber planeado suficientemente bien la excursión. Ahora, además, también cae en la cuenta de que ha olvidado coger las llaves. Duda si debe volver a su casa, pero sabe que si ahora llamara al timbre sólo conseguiría llevarse una reprimenda. Una fuerte reprimenda. Así que descarta por el momento esa opción. Entonces, mientras anda absorto buscando posibles soluciones, sin saber cómo, llega hasta la juguetería. El escaparate está a oscuras pero dentro hay algunas luces encendidas. Se acerca al cristal y distingue sombras que corren arriba y abajo. Algo raro sucede ahí dentro. Su corazón palpita velozmente y la sensación de frío que le hacía estar algo encorvado hasta ese momento, ha desaparecido por completo. ¿Qué está pasando ahí dentro? Observa el interior del local con las manos a modo de prismáticos y rozando el cristal. De repente se encienden todas las luces de la tienda. Da un paso hacia atrás sobresaltado pero eso no le impide ver como un grupo de animales de peluche sale corriendo despavorido hacia una trampilla que está abierta y en la que entran todos en menos de cinco segundos. Ahora una jirafa sale de la trampilla a la misma velocidad que ha entrado antes, esta vez para apagar las luces y sumir de nuevo en una total oscuridad a todo el local.
Era una visita muy especial.
-Ya tienes escrito el cuento querido Clifford -le susurró una voz amable-. Siempre lo has tenido ahí, en un rincón escondido y a punto de dejarse leer. Pero hasta que tú no seas capaz de discernir lo que está bien de lo que está mal, no lo terminarás. Hasta que tú no lo leas nadie lo leerá.
-Yo ya sé qué es lo que está mal. Algo se ha estropeado dentro de mí. Llevo tiempo desarraigado, sin saber de dónde vengo ni a dónde voy. Estúpidamente enfrascado en escribir un cuento de Navidad cuando está claro que alguien como yo no puede ser más que el huraño y patético protagonista.
-Te equivocas. Algo en tu interior te animó a aceptar el reto. A veces la historia se repite. Sólo debes parar un momento y prestar atención. ¿En qué lado estás? ¿Lo recuerdas Clifford?
Al cabo de unos minutos vuelve a distinguirse algo. De nuevo hay algunas luces encendidas que dan algo de visibilidad al interior. Vuelven a aparecer algunas sombras. El niño se acerca a la puerta de entrada y la empuja. Para su sorpresa ésta cede y lentamente accede al interior con los ojos muy abiertos. Enciende la linterna una vez ha cerrado la puerta a sus espaldas y proyecta un haz de luz en dirección a la trampilla observándolo todo minuciosamente.
Es entonces cuando la trampilla se abre de nuevo. El niño se acerca y de repente un Koala de peluche saca la cabeza del agujero gritando, haciendo caer al niño de espaldas del susto. En cuestión de segundos es rodeado por un elefante, una jirafa, un león y un pingüino. Cada peluche le sujeta una extremidad impidiendo que logre zafarse.
-Así que has sido tú quien se ha llevado a Coneju Bermeju -. El Koala se ha acercado a su prisionero. Parece que en este particular ejército de animales él es quien manda.
El niño los ha visto muchas veces, en todas las ocasiones que ha visitado la juguetería. Los conoce bien, aunque jamás sospechó que pudieran moverse y mucho menos hablar o que puedieran cobrar vida.
-¿Coneju qué? -. Es lo máximo que acierta a decir el niño -Me he llevado un muñeco, sí. Pero no era un conejo. Era un chimpancé.
-Así que lo reconoces... Has secuestrado a Coneju Bermeju. Con ese acto atroz puedes crear una catástrofe de grandes dimensiones. ¿No te das cuenta? ¿Sabes el daño qué puedes causar? -Esta vez quien pronuncia estas palabras es el león.
-Sin él la Navidad deja de existir. Todos los niños se quedarán sin regalos si no vuelve a su hogar. Coneju bermeju tiene mucho poder, pero si lo separas del resto de juguetes lo pierde.
-Yo, yo, yo... sólo quería un juguete. No sé porqué hice algo así-. El niño se arrepiente y las lágrimas que caen por sus mejillas son sinceras.
-La verdad es que lo sabemos. Por un instante cruzaste al otro lado. Alguien te puso a prueba. Pero aún estás a tiempo de solucionar todo el embrollo. Quedan cuarenta y ocho horas para el día de Navidad.
Clifford se quedó sólo. Aquella visita lo había dejado estupefacto. Pero poco a poco empezó a reaccionar. Salió disparado en busca de los fragmentos y ató cabos rápidamente. Coneju Bermeju. Hacía años que no pensaba en su querido amigo de la infancia. Era un chimpancé de peluche que el robó cuando era pequeño de una juguetería. Su tía lo descubrió un día mientra ordenaba la ropa del armario y cuando le preguntó de dónde lo había sacado Clifford lo confesó entre sollozos. Entonces su tía le contó que si lo devolvía no corría ningún peligro, pero si por el contrario decidía quedarse con el chimpancé, las consecuencias serían nefastas, no sólo para él, sino para todos los niños del mundo. Clifford fue aquel mismo día a devolverlo. Su tía le convenció de tal manera con sus argumentos que Clifford explicó la misma historia a la dueña de la juguetería quien de buen grado aceptó sus disculpas y el muñeco.
Ahí estaba el cuento. Clifford no sólo lo empezaba a escribir, ya lo estaba leyendo. El reflejo que veía ahora en el espejo lo vio también en su apartamento; paredes color vainilla, olor a incienso y una iluminación reconfortante. Clifford se afeitó, se baño tranquilamente durante un par de horas. Se vistió con esmero y salió a cenar a su restaurante favorito. Era el día 23 de Diciembre de 2008. En su escritorio había cuatro folios con más de dos mil novecientas palabras y al lado del cuento había un chimpancé de peluche; Coneju Bermeju. El mismo que encontró Clifford en un paquete a su nombre el veinticinco de Diciembre del año 1982 junto al árbol de Navidad en el salón de su casa cuando sólo tenía nueve años.
(Jordi Via Garcia, Terrassa, Diciembre 2008)
que macu, que bonic, m´agradat molt, l´unic que s´ha fet curt, encara que suposo que a tu no se t´ha fet tan curt d´escriure , ;)
ResponEliminaMuy bueno , coneju bermeju...
ResponEliminaMolt bé xiquet!
ResponEliminaM'ha agradat molt.
Un petonet perquè segueixis endavant amb els relats.
Me ha gustado mucho. Al principio me ha recordado a un texto de Quim Monzó. Desde luego, tiene sello J.Via. A seguir disfrutando de las letras y a utilizarlas tan bien. Felicidades.
ResponElimina:P Imitar-me a mi? :D ummm em pregunto què debíes veure! :D Merci pel comentari i Bon Nadal! Passaré per aquí de tant en tant.
ResponEliminaMe descubro ante la persona que es capaz de precipitarse a las aguas bravas de un relato que dibuja meandros sin rumbos. Me deviene, sin quererlo, un cosquilleo de sana devoción por aquellos que se desprenden de su disfraz diario para participar en otras multiples vidas. Admiración dirían unos, envidia los más avispados...
ResponEliminaEl tema que has escogido para iniciar tu relato me resulta conocido: el acto mismo de la escritura, la creatividad plasmada en carácteres, un metalenguaje que se viste de historias entrecruzadas.
En este caso dos, que acabarán siendo la misma.
Debo decir que a medida que me adentraba en el cuento más fuerza iba adquiriendo el protagonista infantil, me engullía el deseo de descifrar los parámetros inacabados del hilo argumental que ibas trazando. No ocurría lo mismo con Clifford, que simplemente se convertía en recurso estilístico.
Por otra parte, ¿ no crees que hubiese sido más oportuno y divertido para el lector jugar más con la sutileza? Me refiero al guiño musical, o el final tan claro por el que te has decantado. Cambiar el tipo de grafías para mostrar saltos, puede asegurar una mejor comprensión pero creo que el lector debe formar parte de tu creación haciéndole creer que él es el escogido, jugando con él.
Bien, son simples sugerencias de alguien que ha disfrutado imaginándose dentro de una jugetería a oscuras, mientras un coala de peluche con el ceño fruncido le estaba dando una reprimenda.
Besos.
Un relato dónde la ternura despunta sobre otros ingredientes no menos importantes.
ResponEliminaMe ha gustado mucho como incides en la nula, o escasa importancia que tiene el paso del tiempo para un niño, y como ese mismo paso del tiempo... ya de adulto, puede llegar a agobiarle cuando parece correr a más velocidad que su propia imaginación.
El final, aunque previsible, conserva intacta su belleza por lo natural. Como diría Juan José Millás, un final en exceso artificioso o poco creíble, puede destrozar por completo un relato.
Me ha encantado leerte, Jordi.
Gracias por tu visita y regresa cuando quieras :)
Ey! Gracias a todos por vuestros comentarios. Agradezco mucho, no sólo el hecho del comentario en sí que para mí ya es muy importante y lo considero como un premio, sino el que queráis leer un cuento en un blog. Y es que es una tarea bastante incómoda, a mí no me gusta leer en la pantalla del ordenador. Sólo quiero decir que mi intención era simplemente escribir un cuento corto y de Navidad. No había más pretensión que regalar un cuento y si además gustaba pues perfecto. Feliz Año a todo el mundo y de nuevo gracias por visitar este blog y por todos vuestros consejos.
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