Fragmento de El Día Del Watusi, de Francisco Casavella


—¿Quieres que te diga lo que cuenta la canción?
—Sí.
Ballesta encendió un cigarro, esperó a que la canción finalizase y volviera a empezar. Enfático, anunció:
—«Con el tiempo». Canta: Léo Ferré.

Exhaló el humo. El tal Ferré repitió una vez más lo que yo hasta entonces había tomado como lamento funerario. Lo que luego resultó ser: tampoco hacía falta aprender tanto idioma. Sobre la voz francesa, Ballesta recitaba:
—«Con el tiempo todo se va. Se olvida el rostro y se olvida la voz. Cuando el corazón ya no late, no vale la pena ir a buscar más lejos. Hay que dejar las cosas como son y están muy bien. Con el tiempo, con el tiempo todo se va. El otro, al que se adoraba, al que se buscaba bajo la lluvia… El otro, al que se adivinaba a la vuelta de una mirada, entre palabras, entre líneas y entre los polvos de una promesa maquillada, que se va hacia la noche… Con el tiempo todo se aleja. Con el tiempo. Con el tiempo se va, todo se va, aún los más bellos recuerdos tienen pinta de cosa de trapería en los estantes de la muerte el sábado por la noche, cuando la ternura se va completamente sola. Con el tiempo. Con el tiempo se va, todo se va. El otro, a quien se le daban viento y joyas, por quien se hubiera vendido el alma por unos céntimos. Ante el que uno se arrastraba como se arrastran los perros. Con el tiempo se va. Todo va bien. Con el tiempo todo se va. Se olvidan las pasiones y se olvidan las voces que decían bajito con palabras de la gente pobre: “No vuelvas tarde. Sobre todo, no cojas frío”. Con el tiempo todo se va, y uno se siente encanecido como un caballo agotado. Y uno se siente catalogado en el azar. Y uno se siente muy solo quizá, pero tranquilo. Y uno se siente ridículo por los días perdidos. Entonces, de verdad, con el tiempo, ya no se ama».
Se hizo el silencio. El silencio continuaba entre un tráfago de vehículos que se antojaba distante. El silencio seguía cuando la canción volvió a empezar.
—Apaga —me dijo Ballesta.

Obedecí. Miré por el espejo retrovisor. Ballesta parecía a punto de llorar. «¡Este hombre está muy mal!», deduje. En aquel tiempo no sabía, porque estaba aprendiendo, lo voluble, el taimado equilibrio de los caracteres sentimentales: a tanta crueldad, tanto lloro; a tanta impotencia, tanto regocijo. En aquel tiempo, porque aprendía a ser un hombre más, no era sino un crío hecho de solipsismo y sueños de saldo, con tara, como la ropa que nunca más me pondría. Por eso odiaba a Ballesta cuando se cachondeaba de mí; por eso le admiraba cuando me abría un cauce de conocimiento con su divergente erudición; por eso le temía casi siempre y me asombraba verle tan expuesto a no sé qué nostalgia o pena camino de la Bolsa.




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